jueves, mayo 11, 2006

EL MURO

Para T. M .
En un pequeño pueblo al oeste de Andalucía se levantó una vez un muro.
No era especial. No destacó por ser demasiado alto, ni demasiado resistente, aunque tampoco demasiado débil. Permaneció entre las gentes de aquel lugar: creció como sus hijos y envejeció como sus abuelos. El Tiempo despertó en él las primeras grietas, y su aparente fortaleza de muro se fue derrumbando irremediablemente.
A su alrededor, a pesar de los años, a pesar de su constante presencia como un pulso a la cotidianidad, nadie llegó nunca a descubrir qué jardín secreto crecía tras él; qué tesoro atesoraba a sus pies; a sentimientos se amparaban en la sombra que proyectaba sobre el terreno.
Nada se conocía de aquel muro. Todo se ignoraba del hombre que latía tras la piedra; de esa presencia silenciosa como un muro que siempre estuvo ahí. Un rostro familiar con gestos reconocibles, y sin embargo un corazón callado, que no alcanzó la luz (que no supo o no supieron).


Y llegó el día, que a todos llega, en el que el muro se derrumbó para siempre dejando atrapado entre los escombros al hombre que lo habitó. Para siempre.
Sólo entonces, cuando de él ya no quedaba más que ruina, más que tierra y polvo (en idem nos convertiremos), un viejo jornalero de rostro surcado y trabajado por el sol, se preguntó qué sabía y qué ingnoraba de aquel muro. Nada y todo.
Pero la cuestión sólo duró unos segundos, luego el viejo continuó su paso en busca de otro que le diera sombra en la siesta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Vivan los muros, las mujeres guapas y el vino!