Sábado de Literatura. Mi encantador príncipe y yo hicimos una pequeña ruta por algunas de las librerías del centro de Sevilla. Pasamos por la de El Corte Inglés (íbamos buscando un disco que solo lo había allí y de paso...); la maravillosa Librería Beta (antes Teatro Imperial), que recorrimos de arriba a bajo, desde el gallinero hasta el patio de butacas (deberíamos todos darle las gracias a Beta por haber respetado el lugar y haberlo convertido en un lugar tan mágico) y finalmente, cómo no, la tercera planta de la FNAC, donde el mejor librero de Sevilla nos atendió y donde al fin pude comprar El Monarca del Tiempo, una de las primeras novelas de mi querido Marías, reeditada y que no se han dignado a llevar a ninguna librería, mu fuerte...
Todo esto para decir, que mirando y mirando libros, di con una de las ediciones especiales que este año han sacado de Cien Años de Soledad. Una novela que se me resistió en su momento (lo confieso me aburría enormemente), pero de la que estoy segura (atendiendo a la advertencia que hace ya unos años me hiciera mi profesor de Literatura) tendré que leer algún día. A mi favor diré que me encanta el comienzo del libro, y el otro día no pude resistirme a coger uno de los ejemplares, abrirlo y buscar esa primera parrafada:
"Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo".
Bueno, aquí donde la ven. Toda ella es ya una obra de arte por muchos motivos que no vienen a cuento y que me resultaría demasiado difícil explicar sin parecer pedante. Pero les pediría que volvieran a leer la última frase, El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Increíble.
Me gusta mucho ese mundo 'tan reciente' en el que todo está por ver, en el que todavía nos pueden sorprender. Y lo echo mucho de menos. El domingo me aconsejaban: "No vayas a escribir sobre lo que tú descubras", a propósito de mi primera incursión a la procesión de la Virgen del Rocío por la aldea (merece un post propio). "Se supone que noticia debe ser lo que no está previsto", me decían en otro lugar, en otro contexto, y sin embargo, a diario, los periodistas trabajamos, casi en exclusividad, con una agenda de previsiones. No sé por qué rechazamos lo nuevo, lo diferente... no sé por qué la gente ya no siente fascinación por las cosas que se hacen a su alrededor, por el trabajo de los otros y lo único que hacen es burlarse con frases de "eso lo hago yo". Y ya está, como si ya nada pudiera aportarse al mundo, como si no quedara nada por hacer. Creo que estamos demasiado picardeados, hemos perdido nuestra ingenuidad. Sota, caballo y rey. No más.
Soy consciente de la confusión de ideas, pero a partir de todo esto no quería dejar de mencionar una escena maravillosa de la película Alatriste que me dejé sin comentar cuando os hablé de ella.
Es el momento en el que el Capitán va a visitar al Conde de Guadalmedina (creo) y encuentra en una sala un montón de lienzos, recién comprados parece. Alatriste, ese soldado viejo, de vuelta de todo, podría decirse, con cicatrices por todo el cuerpo y mirada llena de sombras, se acerca sin embargo a uno de ellos con toda la fascinación de un niño que acaba de llegar al mundo.
Se acerca al cuadro con cuidado, con una atención impropia de un hombre que vende su espada al mejor postor, y con el dedo índice de su mano derecha intenta acariciar la gota de agua que resvala de una forma tan real por el búcaro. Me llama la atención esa escena, por ese contraste del que les vengo hablando. El soldado duro (y más en aquella época) con esa sensibilidad, con esa ingenuidad, si me lo permiten, de pensar, aunque sólo fuera durante un segundo, que la gota de agua estaba allí, de tan perfecta que la habían pintado. Nunca vi al Capitán tan vulnerable como ante ese cuadro. Sin duda, podrían decir que Alatriste es un personaje, y que quizás un verdadero hombre con su vida en pleno siglo XVII no hubiera reaccionado como él, ni se hubiera parado a mirar el cuadro si quiera. Pero a mí me gusta creer que es posible.