Quiero que cierren los ojos e imaginen la situación.
Estoy en la biblioteca de la Facultad de Comunicación, en el corazón de la Cartuja, mundialmente conocida por aquella entrañable Expo'92 de Sevilla. Estoy sentada en una mesa sola por lo que dispongo de unos dos metros por cinco para mis papeles, que son numerosos y que se han expandido por toda la madera. Justo enfrente me he colocado el portátil, y más chula que un ocho, gracias a la maravillosa red wifi por cortesía de la US puedo escribir, y colgar este post en tiempo real (que no es exactamente así, pero gueno, queda muy bien).
El trabajo del investigador es apasionante. Tengo una lista enorme de bibliografía, pero la mayoría de los libros no están aquí. Sin embargo, como una buena mujer llamada Montse un día decidió hacernos la vida más fácil a todos (no como los políticos, que sólo se dedican a hacersela más fácil a ellos mismos y a su camarilla, ups, perdonen este asalto preelectoral), pues eso, como esta buena mujer decidió un día crear una página web maravillosa dedicada en cuerpo y alma, en archivos y enlaces, a MI Javier Marías, puedo conseguir un montón de información, sin tener que levantarme al estante. Y sin embargo, por esto de quedar un poco mejor ante la profe, he pillado un libro (en papel) por puro instinto periodístico (que vale para todos los ámbitos de la vida, menos para la profesión) y casualmente en él dedican una página y media a Javier Marías. Ha sido tal mi satisfacción que de repente me he sentido feliz de tener que hacer un trabajo de investigación (y ahora quiero que me imaginen haciendo la señal de las comillas con mi sonrisa, mi colmillo asomando y mi cara de pícara) aunque sea en el tiempo récord de un fin de semana (es lo que tiene estudiar y trabajar).
De cualquier forma, lo que quería compartir con ustedes tiene que ver con el título del post (hermosísimo, por cierto) y que a su vez es el título de un cuento que la madre de MI Javier Marías, le contaba a MI Javier Marías, antes de morir (la madre, no hacía falta aclaración, lo sé). En fin, dice que no se acuerda del final, que ha sido incapaz de encontrarlo (a pesar de su conocido arte para la búsqueda en librerías de viejo, y su suerte para dar con rarezas ya perdidas, ya olvidadas), y que echa de menos la narración de ese cuento. La voz de su madre, el poder conocer toda la historia... Y de repente, no paro de hacer enlaces mentales. Por una parte, me acuerdo con este título de una frase de Pessoa (que tenía pensada para otro post, también ya perdido, ya olvidado) y que Arturo Pérez Reverte recupera en su Pintor de Batallas: Hay lugares de los que uno no regresa jamás (plus or moins). ¿Hermoso verdad? Y por otro lado, me acuerdo de algo que escribió el propio Javier Marías (MÍO) sobre los muertos y cito literalmente (o plagio) que para eso tengo aquí el libro: " (...) desde el punto de vista moderno se es más complaciente, se muere joven a los sesenta y cinco, y se dice: 'Cuánto le quedaba por hacer todavía', como si el hacer fuera lo que justifica las existencias o lo que se echa en falta del muerto y no su presencia, y sus gestos y su relato desinteresado o aún más su escucha y atención a los nuestros"
Cuando perdemos a alguien nuestros recuerdos con esa persona se llenan de repente de momentos, de lugares de esos de los que no regresamos y de los que no regresaremos jamás. A veces, con un poco de suerte, y a fuerza de tiempo, somos conscientes antes de que la muerte nos toque de cerca de que tal instante o tal otro nos marcará para siempre, o nos acompañará siempre. Y hay otras veces, en las que la fuerza de ese momento o de ese lugar es tal, ya incluso en nuestro tiempo presente, que uno sabe sin necesidad de tiempo o de muerte, que ya hay una parte de sí mismo que se ha quedado ahí, sin salida, sin retorno (como seguir cuando en tu corazón empiezas a comprender que no hay regreso posible, ay, todo es todo). Que algo de lo que somos, aunque sea una pizca, ya se ha separado de nosotros y se ha quedado estancado en ese lugar; pero, incluso en la distancia, seguiremos sintiéndolo como duelen todavía los miembros amputados de un cuerpo.