martes, marzo 28, 2006

El profesor de Literatura

... Y te mira como si acabara de inventar la mirada
Señas de Identidad, Juan Goytisolo
Ella sonríe jovial al final de la clase. No hay preocupaciones en su rostro; no hay sombras en su mirada; no hay dudas en su conciencia. Vive un tiempo de certezas que la llevan a ese estado de tranquilidad casi absoluta. Sus compañeros, como ella, sonríen, comentan, critican, bromean, juegan incluso, en ese oasis temporal que es el cambio de hora. Esos placenteros minutos que tardan los profesores en darse el relevo.
Al otro lado del pasillo camina silencioso el profesor de Literatura. Avanza entre el bullicio de estudiantes, ajeno al ir y venir de apuntes y fotocopias; de fechas para los exámenes y de planes para el recreo. Lleva un libro en la mano. No muy grueso. Una edición de bolsillo de pastas negras. Camina despacio, algo abatido. El trabajo se acumula en el departamento y cada día es más difícil enfrentarse a la indiferencia de treinta adolescentes. En su mirada sí hay sombras; sí hay dudas en su conciencia. Y de su torrente de certezas a penas queda un puñado de éstas, que, además, comienzan a tambalearse.
Deja atrás el pasillo principal y gira a la izquierda.
El aula C está al fondo, junto al gran ventanal. El bullicio de la clase llega cada vez más alto; pero no consigue perturbar su tranquilo paso. Mira el reloj. Las diez en punto; todavía queda una larga jornada por delante.
Alcanza al fin su destino, y distingue entre el ruido de treinta jóvenes su risa, la de ella. Un poco nervioso se cuela en el interior del aula. Podría decirse que la bulla sólo cesó un grado. No era Literatura la asignatura que esperaban, y eso, de alguna forma, restaba potestad al profesor. Los estudiantes permanecieron en pie, y así lo harían hasta que no entrara el legítimo señor de la siguiente clase, el profe de Historia. Tan sólo un estudiante quedó, entonce, en silencio, y ahora aguarda inquieta el próximo movimiento del profesor que la observa desde lejos. Sí, la observa a ella. A ti, le dice una voz en su interior.
Es aquella chica de la que hablábamos al principio; la que reía despreocupada y que sin embargo ahora permanece callada, seria, tratando de aparentar quizás cierta madurez. Ella sabe que no es una obligación docente la que lo trae a clase, y por eso su corazón se ha acelerado más que la última vez, más que nunca en su vida.
El resto ajetreado permanece ajeno al cruce de miradas que acaba de surgir entre los dos.
El profesor avanza hacia su mesa y la alumna se endereza; sonríe, le sonríe. Sus ojos verdes se aclaran un poco más, y él vuelve a sentir de nuevo una ilusión que se despliega dentro, en lo más profundo de su ser, hermosa y dolorosa a la par. Se hubiera cambiado sin dudarlo por uno de aquellos proyectos despistados y algo brutos, por los que su alumna, sin embargo, nunca se hubiera sentido atraída.
Buenas, dijo él cuando ya estaba lo suficientemente cerca.
Hola, contestó ella.
Te he traído el libro del que te hablé; no puedes quejarte, reparto a domicilio... bromeó (quizás para parecer más joven) mientras le tendía el ejemplar.
Ella estiró el brazo y agarró el libro con su mano rozando por un instante la del otro, que aún permanecía allí, sobre el objeto mágico que permitió aquella caricia furtiva. Rápida y eterna.
Retiró su mano y el libro quedó totalmente en poder de la joven. Ambos sonrieron de soslayo, como dos amantes escondidos.
Hasta luego, musitó él, y se marchó sintiendo en su nuca el peso de aquella mirada en la que llevaba meses pensando. Iris a los que temía tanto como deseaba.
El profesor de Literatura, más abatido si cabe, salió al enorme pasillo ya despoblado, ya silencioso. Sabía que nunca estaría tan cerca de ella como acababa de estarlo.
Dentro de la clase, con el orden y el silencio ya imperando, la joven alumna recorrió la oscura cubierta del libro. Su corazón aún latía con fuerza y su imaginación proyectaba una y otra vez en su mente la escena que acababa de vivir. Deseó que el tiempo volara. Deseó salir de esa clase convertida en una mujer. Deseó que fuera posible lo imposible. Y de este mismo deseo surgió la primera sombra. Sus ojos, ahora más oscuros, nunca volverían a desvelarse como lo hicieran aquella vez ante su profesor de Literatura.

1 comentario:

Patriice dijo...

Ha sido un acto de vanida absoluto, pero me lo debía a mi misma, y me apetecía tanto... merci una vez más